Dormir
es la posibilidad de morir
sin
perder la oportunidad
de
volver a hacerlo
cada
noche.
El
café
no
es más
que
un instinto de supervivencia;
es
eso que me mantiene despierto,
que
me mantiene vivo
y
que pospone
la
inevitable
muerte.
Cada noche
intento soportar este dolor de cabeza tan intenso, tan normal. Cada noche, me
deposito en mi cama, y suelo quedarme boca arriba, estático, casi lúcido pero
inmóvil, con la mente no en blanco, sino de mil colores. Quizás ni siquiera son
mil, porque sería muy tedioso contar hasta mil, mil colores (sin entrar tanto
en el detalle de que, llegado un punto, terminaría inventando absurdos nombres
de colores para llegar hasta los codiciosos "mil colores"). Entonces,
en mi cama, boca arriba, quieto, todavía casi tan frío como un cadáver; y no
hablo de un frío que podría medirse -incorrectamente- con grados celcius,
fahrenheit o kelvin; no hablo de temperatura; hablo limitándome únicamente al
hecho de sentir, sentir el frío, y no sólo en el cuerpo: sentirlo en ese
espacio infinito entre el cuerpo y el alma. Hablo. Hablo por demás. Hablo por
los demás hablando solo. Hablo y hablo y pierdo el hilo de lo que estoy
hablando. Hablo por demás. Hablo mentalmente hasta que me duermo, ahí, en mi
cama, boca arriba, quieto, hecho pedazos. Hablo mentalmente hasta que muero.
Muero y descanso cada noche. Me entrego a la muerte, al sueño nunca infinito.
Me entrego, me dejo llevar. Me dejo llevar y me encanta. Me dejo llevar, me
encanta, me muero, me duermo y sueño. Sueño, sueño y sueño. Sueño cosas lindas,
cosas feas, cosas que nadie entendería jamás. Soy libre, sí. Soy libre porque
elijo dormir, elijo morir. Y entonces, si puedo presumir que puedo elegir
dormir, ¿estaré hablando de suicidio? ¿Estaré afirmando, inconscientemente
(aunque ahora ya no tanto), que cada noche tengo el placer de suicidarme?
Si es así,
qué suerte la mía.
Volví a escribir. ¿Qué tan bajo caí?
10/07/2016